“Fueron de prisa y encontraron a María,
a José y al Niño, reclinado en el pesebre” (Lc 2,16)
Muy queridos amigos: con el gozo exultante ante la próxima Navidad, comienzo mi fraternal felicitación con un texto del abad San Bernardo –tan enamorado él de Jesús y de María- que sintetiza todo el espíritu de estos días santos:
“Cuanto más pequeño se hizo en su humanidad, tanto más grande se reveló en su bondad; y cuanto más se dejó envilecer por mí, tanto más querido me es ahora. Dice el apóstol: Ha aparecido la bondad de Dios, nuestro salvador y su amor al hombre. Grandes y manifiestos son, sin duda, la bondad y el amor de Dios, y gran indicio de bondad reveló quien se preocupó de añadir a la humanidad el nombre de Dios”.
Porque la Navidad es infinitamente más maravillosa que como el mundo nos la presente. Muchísimo más importante que el colorido de sus luces, la sugestión de los anuncios, el atractivo de sus cenas y reuniones. Todo eso está muy bien, pero es solo lo exterior, lo pasajero. Lo verdaderamente infinito y grandioso en la Navidad es el Salvador que nos nace, el Mesías prometido, el Señor de los Señores, el Rey de Reyes, el Dueño de toda la creación, que viene a nacer en cada corazón para redimirlo y salvarlo.
La Navidad es el Amor hecho Niño pequeñito que nace en la pobreza y humildad de un establo de animales, del Seno Virginal de la madrecita María –casi niña- y bajo la dulce mirada del humilde San José.
Navidad es Jesús, el Niño Dios, naciendo en cada hermano necesitado, en cada hermano enfermo, solo o triste, en cada hermano marginado o encarcelado, en cada hermano abandonado y olvidado, en cada hermano tirado por la calle, sin techo y sin cariño. Porque no podemos olvidar aquello que nos dejó dicho el Señor: “Todo lo que hagáis con alguno de estos pequeños y humildes hermanos conmigo lo hacéis”. Así es nuestro Dios.
Navidad es la alegría desbordante del corazón que se siente redimido de sus miserias y pecados, que se siente salvado del dolor sin sentido, del egoísmo sin razón.
Que la Santísima Virgen de la “O”, recordando la gozosa liturgia de los días precedentes a la Navidad, nos muestre a su pequeñito Niño Jesús, que, con su más encantadora sonrisa, nos bendiga, nos alegre y nos ame, porque solo Él es el Amor. Que la madrecita Virgen –tan niña- nos muestre su camino de pureza, su itinerario de paz y caridad y sus senderos de sencillez en la santidad.
Y que San José, modelo de humildad y recogimiento, de vida interior y silencio, -ni una sola palabra se dice en el Evangelio que él dijera- nos ayude en nuestro peregrinar hacia el cielo, él que es abogado de la buena muerte y patrón de la Iglesia Universal.
Termino con una Nana al Niño Dios, de un alma que no sabe cantar:
¡Qué bonito está el río
jugando al alba!
¡Qué bonitos tus ojos
por la mañana!
A la nana nanita, nanita nana…
¡Qué bonito el romero
de la montaña!
Yo he cortado un ramito
para tu gala,
romerito que huele
a amor de almas…
¡Que se duerme mi niño!
A la nana, a la nana…
Por el monte callado
la nieve baja
¿Si será que te quiero
besar la cara?…
¡Ay que nieve tan fría
tan suave, tan blanca!
Ea, nanita, mi Niño,
que los ángeles callan…
Entre las rendijitas,
-portal de tablas-
se asoma un lucerito
de luz rosada.
¡Ay, que ya se ha dormido!
¡Ay, que sueña con almas!
Chiquitito, bonito,
a la nana, a la nana.
¡FELIZ NAVIDAD Y UN AÑO NUEVO SANTO!
Un abrazo
Antonia Martín Tortosa
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