Todavía no ha amanecido. Cierra la puerta con dos vueltas de llave. “Aunque de todas formas…” piensa haciendo el recuento de lo que tiene dentro del cuartucho que le sirve de casa: cuarto de baño, cocina y dormitorio todo en uno.
Cojeando, ya que su pierna derecha se había quedado más corta por el golpe que se dio contra el lado de babor cuando era un marinero de verdad, de los que agarraba las redes recién salidas del fondo de la mar llenas de pescado, fue reconociendo cada adoquín.
El pantalón azul oscuro, el único que le queda en condiciones para salir a la calle, casi negro de la grasa y la suciedad incrustada que no sale ni con el agua caliente y el jabón verde a pesar de que Manolillo se afana en ello el domingo que no hay lota. El cráneo sin un solo pelo, cubierto con la gorrilla oscura que en su tiempo tenía rayas y la camisa negra con las mangas hasta el puño para capear algo el relente de la mañana.
Es el ritual diario.
Como cada mañana al pasar por delante del bar El Puerto, poco después de dejar atrás la calle Angosta, escucha la voz del hijo de su amigo Antonio, el que fue su patrón cuando estuvo trabajando en la costa, en las sardinas. José Luis, como se llama el chico, cada día lo invita a café y a la copa de coñac; y no sabe bien cómo agradece Manolillo el calor que siente en el estómago.
A pesar de tener conciencia de ser un amasijo de huesos y carne mal trapeado, que no tiene utilidad para el trabajo y que no puede beneficiar a nadie, es respetado y tratado con la consideración del marinero que fue antaño, del que capeaba los duros temporales del invierno, “…y hasta con cariño”, piensa de vez en cuando Manolillo cuando le sale el avenate sentimental.
– Y el cigarro “pá” que luego, cuando estés “aburrío”, te distraigas un rato- le alarga José Luis con el inconfundible deje isleño en la voz.
De vez en cuando le vienen los recuerdos de su época de marinero. Patrón de redes en un barco de pesca de altura, bogando con el bote entre las olas que le hacían desaparecer por momentos. “¡Aquel maldito día…!” reniega en sus adentros, “…y menos mal que me pude agarrar a la maroma”. Al soltar la red pisó mal y resbaló saliendo despedido hacia babor. Tuvo suerte de coger al vuelo una maroma que colgaba del palo mayor, “que si no, con la bravura que tenía la mar, los tiburones se habrían encargado de limpiar mis huesos”. Aunque cuando se le sube “la coñac” piensa que hubiera sido mejor que aquel mar enfurecido hubiera sido su nicho.
Entonces, cuando pisaba tierra después de tres meses en la mar, la cartera reventaba de billetes y se podía permitir el lujo de invitar a su novia a una botella de champán de la que sólo tomaban una copa. Los mejores restaurantes, la navidad, los carnavales cuando tenía la ocasión y por supuesto acompañar a su Virgen del Carmen, “eso no me lo podía perder por nada del mundo”, se sigue repitiendo todavía 40 años más tarde.
Luego vinieron las visitas al médico, andar con muletas, dos operaciones que dejaron la pierna derecha a medio uso y un calvario de dolores, decepciones y sentimientos de fracaso. “Y gracias que me pude enrolar con mi vecino Juan para echar los palangres en los caños, los que llegan hasta el Pozo del Camino, mientras la paga llegó”.
Lo declararon inútil total para el trabajo y le dejaron 6.000 pesetas de las de entonces. ¡A los 28 años era un inútil!. Al poco tiempo su novia, 5 años más joven “y con una cara de rosa que levantaba envidia”, le dijo que había dejado de estar enamorada de él. A la semana descubrió que se había enamorado de un forastero, un señorito con traje a rayas, corbata de seda y zapatos de charol, las malas lenguas decían que era banquero, que se la llevó a Huelva nada más casarse al año de ser novios.
Una bocanada de brisa fría y la llegada al muelle de un barco le hace volver a la realidad: Tiene que coger la carretilla de madera con la rueda de hierro, las tres cajas de tablones y ver lo que traen de morralla: los besuguillos chicos, las brecas que no se pueden vender, los gallos y alguna que otra gamba que, por los golpes, no están para subastarlas. Cuando acaba la venta del pescado en la lota, se da una vuelta con la pala para recoger lo que ha sobrado: sardinas, acedías que no tienen vista, los sapos y salmonetes y media caja de boquerones.
Es su sustento, lo que lleva todos los días al bar del paseo y por el que le dan un dinerillo para ir echando los días atrás.
La pensión, una miseria de poco más de 600 euros, no le llega más que para el alquiler del cuartucho, pagar la luz y el recibo de los muertos. Pero eso sí: ¡tiene su dignidad intacta!. Un orgullo mal entendido le impide pedir ayuda para poder comer con decencia y vestir “ropas como Dios manda”.
José Campanario
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